[Cuento]Hasta el infierno

“Hemos jurado amarnos hasta la muerte,

y si los muertos aman,

después de muertos,

amarnos más”

Nuestro Juramento/Julio Jaramillo

Lloroso, echando de sí las gotas dolorosas del infinito mar que llevaba dentro, así fue como Aurelio notó entre las sombras el último suspiro de la mujer que amaba. Lanzóse irracional hacia los labios, aún tibios, de ella, y fue la indiferencia la que lo incitó a apartarse. En verdad la Muerte se encontraba en ese lecho, en verdad la vida abandonó a Diana María. Una mejilla latente coronó el desnudo pecho mientras lágrimas copiosas descendían como un río de agua salada, por las montañas dormidas de aquella mujer inmóvil. Apartó las sábanas lentamente, con la fiel intención de conciliar su último sueño, pero la imagen de la instigadora piel lo desconcertó al punto que quiso amarla de nuevo y para siempre.

Por eso, besó la boca nuevamente, también el cuello altivo que tantas veces alabó en las noches. Sus labios descansaron fugazmente en los cerrados ojos y cubrieron la presencia del lunar en la mejilla. Las manos recorrieron el paulatino caminar sobre varios segmentos de piel hechicera; aumentaba el deseo de la blanquecina tez, que parecía mirarlo y hasta desearlo también. Se alimentó con la sutil esencia de los muslos blancos como panes; en el vientre dibujó un fresno con la sola yema de su dedo anular. Le amó fuertemente, como a ella le hubiera gustado; la sensación de aquella rigidez del cuerpo lo invitó por esa noche a dormir sobre el cadáver. ¡Cuán impetuosa la sacudida vibrante! ¡Cuánto fulgía la risa orgásmica de Diana María!

Lluvioso el amanecer de la postrera mañana, que entró por la ventana como saeta sinuosa. Aurelio comprobó en el transcurrir del tiempo que debía prepararlo todo para el funeral imprescindible. Cuando la escampada le permitió visitar a su madrina hubo que rodear el pueblo para evitar las miradas; allí, le habló llorando de su dolor y sus planes, parecía que masticaba sufrimiento y lo escupía por su amargo sabor. En silencio, la madrina escuchó todo sin un gesto de los que había en su rostro. Pero no pudo evitar el sobresalto, cuando Aurelio le contó la decisión de enterrarse con Diana María, cuando le dijo que de cualquier manera no faltaba mucho tiempo para morir de tristeza, que prefería bajar de una vez, siempre con ella. Le habló largamente de su sacrificio amoroso; le dijo que dar la vida por alguien era sin duda una difícil prueba, pero dar la muerte era la esencia final del sentimiento entre ambos. La anciana, entre argumentos, le oyó decir:

– ¿Cómo es que dices que dar mi muerte es una inútil locura? ¿No puedes ver acaso que ya estoy muerto, que el cuerpo me estorba para aprehenderme a ella? La gente ya nos veía como los locos del pueblo, que sea, pues, la última voluntad de mi demencia.

La mujer no intentó convencerle de nada. Prometió silenciosa que los reuniría a todos. Buscaría también quien cavara la fosa y otras varias plañideras para llenar el ambiente. Aurelio se despidió dándole un beso en la frente con una sonrisa amplia que aniquiló a la madrina. Realmente parecía estar muerto.

Aurelio recibió en su casa a los seis hombres que iban a cargar el féretro. Éste y aquéllos se sorprendieron simultáneamente; el uno, por hallarlos altos y fuertes, y por notar que jamás los había visto; los otros, por encontrar el cadáver desnudo, y una caja de tamaño soberbio. Iban en el camino con un luctuoso silencio, Aurelio detrás. A poco, entre ellos comenzó una conversación que él no escuchó ni le importaba. Luego hasta uno contó una broma de la que rieron un poco avergonzados. Y así hasta el cementerio.

Cuando llegaron, el pueblo estaba reunido alrededor de la fosa. Colocaron el ataúd junto a la sepultura ante el estupor general por la desnudez bochornosa. Diana María se encontraba radiante, así les pareció a todos los que miraban a la muerta. Aurelio también se desnudó; subió a la caja con parsimonia. Muchos se retiraron en ese instante. Los que quedaron, algunos amigos de la madrina y unos niños que corrían entre las tumbas. Otros más que sólo tenían curiosidad permanecieron inmóviles. Nadie habló con Aurelio, la gente lo veía y notaba que la luz que procedía de sus ojos era toda una con la fuerza y el vigor de dos almas vivas; daban ganas de llorar y de embrutecerse con vino, hasta de gritar y quitarse la existencia. Pero nadie se movió aparte de los seis hombres, de los cuales uno cerró cautelosamente la urna.

Mientras bajaban la caja se oían los gritos de dolor y tristeza que Aurelio profería, mezclados con los gemidos de algún placer sin igual. Pero hubo de repente una confusión tremenda, pues la voz de Diana María se unió con aquél barullo de amantes extasiados. Se escuchaba claramente a los dos haciendo el amor como locos, como los locos que eran, sin límites ni refreno. Inmediatamente subieron otra vez el féretro para hallar dentro alguna explicación, pero al abrirlo sólo había Aurelio llorando y muerta Diana María. Entonces él habló con una voz bajita que apenas se escuchó:

– Entiérrenme de una vez junto a mi amada. Ya no quiero llorar más. Se lo suplico, bajen ya nuestro dolor hasta el infierno.

Con cuidado los cubrieron otra vez, los volvieron a bajar entre los inquietantes gritos suyos de dolor y éxtasis. La tierra los acompañó mientras la gente los abandonaba. Nunca nadie escuchó más gritos. Cuando algún tiempo después abrieron la tumba por alguna modificación del cementerio, no encontraron dos cuerpos, sino un verdadero andrógino de piel y huesos.

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    Se preguntarán (sí, seguro) por qué "Los problemas de una nube". Verán, un día salía de mi casa y había lluvia afuera. Recorrí muchos kilómetros hasta la escuela, donde también llovía. En todo el camino no paró de llover. Me dije: "¡Qué tan grande tiene que ser una nube para que abarque de mi casa hasta mi escuela!" Y, como siempre, viene el soliloquio interior: "Soy tan pequeño. Mira esta nube grandísima que no puede mirarme por pequeño. Mis problemas son tan pequeños. ¿Cómo serán los problemas de esta nube?"

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