Todos comentaban el suicidio que acababa de ocurrir en la estación.
– ¡Qué manera de morir! ¡Qué imprudencia la de suicidarse en hora pico!– Decía enojado un señor con portafolio.
– ¡Pobre joven! – Gimió cualquier señora. - ¡Qué vida desgraciada habrá llevado!
Y otras opiniones parecidas. Los más sólo pensaban: “Qué retraso”, y aquéllos a quienes alcanzó la sangre: “Qué asco”.
Una joven cualquiera, pero con ojos verdes, me miró y preguntó:
– ¿Y usted qué opina?
Me asombré, me creía inadvertido.
– Pues nada, que esto sólo pudo haber sido obra de un matemático.
Cinco o seis rostros voltearon.
– ¿Un matemático?
– Por supuesto. La cantidad neta de horas de sufrimiento por causa del mundo de ese hombre debía ser enorme.
– ¿Y qué?
– Suicidarse es un acto estúpido, a menos que se encause. Morir haciendo daño a quien te lo hizo es una causa justa, sólo si el tiempo y el tipo de daño son equivalentes. Todos ustedes y los cientos de personas que esperan en otras estaciones hoy perderán frustrados cuarenta minutos de su vida, que es el tiempo que tardan en limpiar la estación y reanudar el servicio. La suma de todo ese tiempo, más los minutos de los que vayan llegando, debe equivaler a las horas que padeció. Este hombre, al morir, ha restablecido el equilibrio, por lo menos un equilibrio. Ha cobrado la deuda.
Una mano se alzó.
– Usted mismo dijo que es justo cuando se daña a quien te dañó, pero ninguno de nosotros conocía a este joven.
– No exactamente. Pero inevitablemente todos hicieron, hacen o harán daño a otras personas. Esta espera es para algunos absolución, para otros, permiso.
“Ah” pensaron todos, y se pusieron a esperar el tren con la conciencia bastante más tranquila.
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