El trabajo en una purificadora
A revivir esto.

Debo continuar con el ciclo para el que abrí una etiqueta: "he trabajado". Con muchos no he platicado mucho de mí porque no platico mucho, y por eso pocos lo saben, pero yo he tenido varios (en el más completo sentido de la palabra) trabajos. Hoy, y porque escribo sobre ellos para no olvidarlos, les hablo de uno de los más antigüos y breves que he tenido.

Tendría 16 años, tal vez, y mi espíritu de la responsabilidad más vivo por ese entonces me instó a salir de casa en vacaciones a buscar trabajo por los alrededores. Un gran orgullo para una familia pobre que su hijo busque trabajo por su propia voluntad, aunque el hijo no sepa ni en lo que se está metiendo. Tomé mi bicicleta (¡extraño tanto tener una bicicleta!) y busqué una de las avenidas principales, en donde, debido al alto número de locales, habría de seguro una oportunidad para un menor de edad entusiasta (sí, alguna vez fui entusiasta).

No me equivoqué. Apenas llegué a la avenida había un letrero fosforescente en una purificadora de agua. Me sentí afortunado. Descendí de la bici y entré a preguntar en el local de al lado (según las instrucciones para pedir informes en el cartel), que era una librería cristiana. Salió una señora joven con gesto drástico. Mi intuición era mayor que mi impericia para pedir trabajo, así que le expuse razones adecuadas que parecieron satisfacerle. Sin embargo me dijo que el sueldo era de 400 pesos por una semana de 10 horas de trabajo diario, una miseria hasta por ese entonces. Como no quería regresar a casa sin una probabilidad laboral, acepté. Estos empresarios, ven menores de edad y les brillan los ojos.

El caso es que salí y empecé a recorrer toda la avenida, en búsqueda de una mejor opción. No la hallé. Era domingo, me fui a casa para empezar a trabajar al día siguiente.

La semana fue realmente ardua. Nadie me cree (ni yo), pero llegué a cargar al mismo tiempo hasta tres garrafones de 20 l por distancias considerables (por ejemplo cuando el camión no podía acceder a ciertas calles). Sólo había media hora de comida, que solía ser cuando nos desocupábamos, prácticamente nunca. Por eso siempre comía después de las 4, entraba a las 8 de la mañana y salía a las 6 pm. No soy He-man, por eso en mi segundo día decidí no ir nunca más. Sin embargo esa noche habló Padre a casa (Padre estaba en Estados Unidos) y Madre le comentó orgullosa que estaba trabajando, pero cuando tocó mi turno de hablar y manifesté mi renuncia no anunciada, Padre simplemente contestó: "Uno no puede saber si se va a acostumbrar a un trabajo sino hasta que dura dos semanas en él". Naturalmente él pensaba que me estaba quejando como hacen los demás jóvenes, por cualquier cosa, como no me recordaba bien quizá no sabía que cuando yo me quejo de algo es porque ese algo es en supremo incómodo. Casi nunca me quejo en serio, tolero a niveles de beato, a menos que el objeto de mi queja sea en verdad insoportable. Pero Padre estaba en su deber de padre al enseñarme que "la vida es dura, resiste".

Y resistí la semana completa, bajo el consejo popular de que debía cobrar al menos un sueldo completo. El sábado, un día antes de despedirme para siempre de ahí, me sentía cansado y se me resbaló un garrafón de vidrio, cuando alguien con más mala gana que yo me lo pasaba. Creo que hubiera sido menos dolorosa una herida en la explosión de cristales y agua que los 50 pesos que valía el envase y que, naturalmente, me fueron descontados. 350 pesos por la peor semana de mi vida. Ese domingo, cuando cobré, comprendí dos cosas: 1. No hay una religión mejor que otra (los cristianos ni ninguna generalidad pueden jactarse de buenos) 2. Por qué algunos se gastan todo su sueldo en alcohol en cuanto lo cobran.

Y también aprendí que hay trabajos malos, y que en México no es que no haya oportunidades laborales, sino que más bien lo que prácticamente no existe es la oportunidad para tener un trabajo para seres humanos.
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  • Los problemas de una nube... ¿Qué?

    Se preguntarán (sí, seguro) por qué "Los problemas de una nube". Verán, un día salía de mi casa y había lluvia afuera. Recorrí muchos kilómetros hasta la escuela, donde también llovía. En todo el camino no paró de llover. Me dije: "¡Qué tan grande tiene que ser una nube para que abarque de mi casa hasta mi escuela!" Y, como siempre, viene el soliloquio interior: "Soy tan pequeño. Mira esta nube grandísima que no puede mirarme por pequeño. Mis problemas son tan pequeños. ¿Cómo serán los problemas de esta nube?"

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