[Cuento] La omnipotencia
Una noche soñó que era Dios. Levantaba el vuelo con sus alas de relámpago y recorría segmentos enteros del universo con su mirada de supernova. Tenía lunas inmensas en lugar de dedos e invocaba tormentas fortísimas con un melodioso y terrible compás cósmico. Le daba conciencia a algunas estrellas, pero éstas se alejaban de Él cumpliendo deseos. Fundó religiones absolutistas entre las rémoras, entre los sapos; hizo crecer una hormiga al tamaño de una montaña sólo para ver si, de noche, las demás soñaban que podían pulverizar meteoritos con sus mandíbulas. Por eso, a la mañana siguiente, sintió que la vida era miserable y monótona, que sólo valía la pena el transcurrir del día porque imprescindiblemente vendría la noche: el pretexto infalible para soñar.

El sueño habría de repetirse siempre, aunque con ligeras diferencias. Hoy, por ejemplo, soñaba su variación favorita: la parte en el recorrido de Su universo que tocaba dos de los planetas más interesantes y complejos. En ambos se había desarrollado vida inteligente, los habitantes del primero, con dedos y pelo, llamaron a su mundo “La Tierra”, porque tierra veían; los habitantes del segundo, con aletas y escamas, lo nombraron “El Mar”, pues nada más podían mirar. Eso de “inteligente” es un decir, ambos seres parecían nunca ver más allá de lo que sus mortales ojos podían comprobar. Sólo unos cuantos, con la vista enorme de tanto querer abarcar el cielo, miraban Su rostro cuando perdía la discreción y se asomaba cínicamente a ver el tráfico, los grandes almacenes, las innumerables vidas que se dedicó a memorizar e, inevitablemente, a juzgar. En consecuencia, cuando volvía, se dedicaba a ser bueno y monótono, para no provocar la ira de un Dios que quién sabe si existía, pero si era como él en las noches, lo aplastaría con sus dedos de luna por tantos motivos, incluso por ser un mal dios nocturno.

La gente de El Mar era pacífica, la mayoría de las sociedades se consolidaban sobre ideales de cooperación y esclavitud, aunque era mucho menor la proporción de los que añoraban la libertad como bien supremo. Quizá era porque se desplazaban en tres dimensiones en lugar de sólo dos, quizá porque su sistema de comunicación era más limitado, quizá, quizá. Tener dudas es el colmo de Dios, quizá porque nadie podría respondérselas. Quizá. Por esta razón, después comenzó a sentirse orgulloso de haber aprendido cálculo, gramática, física, con su limitada y mortal mente diurna. De noche nada le sorprendía, todo había salido de su mano, pero de día ¿cuántas veces no lloró en la oscuridad de una sala de cine, por un argumento tan simple como la deslealtad de un amor no nacido?

Dios no era siempre un ojo de fuego que devora galaxias y almas, a veces se convertía en algo tan pequeño como un árbol sólo para sentir las cosquillas de las hormigas en sus raíces. En ocasiones se hacía carne, únicamente para comprobar el contraste inmenso entre sentir dolor y tener un orgasmo. Acostumbrado al éxtasis eterno en el que cualquier deidad se encuentra, las sensaciones que tenía cuando era una humana o una aquana le parecían maravillosas. Por esta razón se procuró una mujer para el día exclusivamente para hacerla gritar de placer, cuando se pudiera, con la esperanza soñada de estar haciéndole el amor a Dios mismo.

No supo, pues no veía noticias, que la noche de su luna de miel habría un eclipse. La pasó encerrado en una recámara, en un continuo placer que duró muchas horas, por lo que él y su esposa postergaron el sueño a la mañana siguiente. Ya Dios, extrañó lo que acaba de dejar en una recámara microscópica, en una ciudad pequeñísima, en un mundo breve que habría recorrido en menos de un segundo. Dijo: “Hágase mi esposa” y del polvo cósmico surgió una humana idéntica a su mujer, pero ésta ni siquiera lo miraba. “Ámeme esta mujer”, dijo, y la mujer se instaló en un convento. Al comprender la situación, se retiró nuevamente a crear desesperadas sinfonías con explosiones de estrellas y colisiones de planetas, a esperar el momento en que por fin despertara.

Abriste los ojos. Miraste el rubor natural en las mejillas dormidas de tu esposa, como dos soles iluminando el cielo blanco constelado de pecas rojizas. Esa noche verías una estrella fugaz cruzar el océano, y le pedirías nunca más volver a tener ese sueño, esa pesadilla, le pedirías nunca más dormir para jamás sentir otra vez la impotencia de la omnipotencia. Sería en vano. Dios no puede dejar de ser Dios a menos que alcance una de esas estrellas que le rehúyen, la tome en sus manos y la deje volar mientras pide un deseo.
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    Se preguntarán (sí, seguro) por qué "Los problemas de una nube". Verán, un día salía de mi casa y había lluvia afuera. Recorrí muchos kilómetros hasta la escuela, donde también llovía. En todo el camino no paró de llover. Me dije: "¡Qué tan grande tiene que ser una nube para que abarque de mi casa hasta mi escuela!" Y, como siempre, viene el soliloquio interior: "Soy tan pequeño. Mira esta nube grandísima que no puede mirarme por pequeño. Mis problemas son tan pequeños. ¿Cómo serán los problemas de esta nube?"

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